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El 20 de enero de este año, la organización internacional OXFAM publicó su informe anual, este año titulado “Tiempo para el cuidado”, en el que ofrece información acerca de la situación de pobreza y desigualdad en el mundo y en la región latinoamericana. Por ejemplo, que en América Latina y el Caribe el 20 por ciento de la población concentra el 83 por ciento de la riqueza; que el número de milmillonarios en la región ha pasado de 27 a 104 desde el año 2000 y que, en contraste, la pobreza extrema está aumentando: en 2019, el 10.7 por ciento de la población vivía en pobreza extrema, de acuerdo con los datos proporcionados por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y la comisión regional de la ONU para apoyar el desarrollo de la región.
Y hace poco más de una semana, Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la CEPAL, concedió una entrevista al diario español El País, en la que hizo afirmaciones muy importantes a este respecto. Algunas de esas afirmaciones son las siguientes:
“A diferencia de muchos países asiáticos, América Latina ha perdido dos trenes: el de la política industrial y el de la innovación, dejando la toma de decisiones a las fuerzas del mercado… Nadie está en contra del mercado, pero debe estar al servicio de la sociedad y no al revés… En general, el modelo económico que se ha aplicado en América Latina está agotado: es extractivista, concentra la riqueza en pocas manos y apenas tiene innovación tecnológica… Está claro que ese modelo de desarrollo, sin una estrategia productiva, se agotó.” En la entrevista, destaca que América Latina sigue siendo la región más desigual del mundo y que “la gran fábrica latinoamericana de desigualdad sigue siendo la brecha entre compañías grandes y pequeñas. El caso de México es claro: exporta más de mil millones de dólares al día, pero eso no se siente en la sociedad.” Y esto porque, en casi todos los países de América Latina, la dinámica económica se ha sostenido en un “modelo concentrador de riqueza y de privilegios con instituciones que solo benefician a algunos. Eso la sociedad lo percibe, como también percibe la evasión fiscal, la corrupción y la impunidad. Hay que salir de esa propensión rentista, de concentración de la propiedad y las ganancias, y, sobre todo, de una cultura del privilegio que ha naturalizado la desigualdad y la discriminación. La gente está cansada.”
Dos o tres días después, Kristalina Georgieva, directora gerente del Fondo Monetario Internacional, afirmó, en su intervención en un foro convocado por la Academia de Ciencias Sociales del Vaticano, que últimamente “el capitalismo está haciendo más mal que bien”, y esta idea fue reforzada en el mismo foro por Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, quien afirmó que “el capitalismo está en crisis. No sólo es una crisis económica, también es una crisis del clima, de desigualdades, de confianza en el sistema, de moral y política”.
De acuerdo con lo publicado de su intervención, afirmó que el sistema capitalista fomenta “un crecimiento de desigualdades, destrucción del medio ambiente, polarización de nuestras sociedades y un permanente descontento, que no pueden ser negados”. Y advirtió que “el fundamentalismo de mercado, la agenda neoliberal, ha dominado por cuatro décadas y ha fracasado”.
Al leer estas declaraciones tan claras y contundentes, sostenidas en datos duros que ya nadie puede ni se atreve a refutar, no podemos dejar de preguntarnos: ¿por qué los gobiernos en México, como el de Tlaxcala, por ejemplo, se aferran a mantenerse en un modelo económico que ya resulta un fracaso, agotado, inmoral, obsoleto, hasta para las instituciones que lo crearon? ¿Por qué se aferran a apoyar el modelo de concentración de la riqueza en pocas manos y la destrucción de medio ambiente en lugar de velar por el bien de la población y el de las generaciones que vienen?
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